Cuando hablamos de los enigmas del universo generalmente nos referimos a cuántas estrellas habrán, cuántas galaxias, si hay vida como la que conocemos, si venimos del espacio o tratamos de ir hacia él, si los OVNI existen, si los cometas o meteoros pueden o no destruir nuestro planeta; pero casi nunca nos hacemos la pregunta básica y fundamental: ¿Quién soy?
Y al responder, o tratar de hacerlo, la cuestión implica algo más que el nombre o el abolengo o los ancestros pues supone también dar respuesta a ese íntimo deseo que nos mueve y por el que existimos: la inmortalidad, la trascendencia. Y, a su vez, esto quiere decir que hay que responder también a otras interrogantes también esenciales: ¿Existe el espíritu? Y, si existe, ¿Existe Dios? Y, si existe, ¿Quién es o como es?
Los llamados enigmas del universo empiezan pues con uno mismo y si no hemos sido capaces de responder al mandato presocrático de: conócete a ti mismo, nada podemos conseguir. Por eso es preocupante la situación en el planeta actual, donde casi todos nos movemos más bien por el placer y por al materialismo que por la revelación de nuestro ser más íntimo.
Estamos más preocupados por la nueva aparición de tal o cual artilugio del mercado que por ahondar en la relación familiar, de amigos o de nuestro papel en la sociedad, a la que tomamos como un simple agregado de personas.
Pero la duda persiste: ¿Quién soy? Y si quisiésemos contestar de acuerdo a informaciones que no siempre tienen su origen en nosotros mismos, tendríamos que tener en cuenta, al menos, el origen del hombre o las diversas teorías sobre su existencia. ¿Darwin tenía razón o no dijo más que disparates? ¿Somos de creación divina? ¿Pero de cuál divinidad? ¿Dónde nació la humanidad? ¿En el jardín del edén? ¿En tiwanaku?¿En los Himalayas? ¿Dónde? ¿Quién enseña actualmente la cosmogonía?
Porque de cosmogonía se trata, así sea la de la Biblia, de las tradiciones andinas, las budistas o cualquier otra; pero es un conocimiento que no sólo que ya no se lo da sino que son pocas las personas que lo buscan.
Y, antes que ver las estrellas, estos son los verdaderos enigmas del universo, es decir, empiezan con uno mismo, con la develación de su ego, con la trascendencia que ha fijado o no a su existencia, con su concepción de la inmortalidad y del espíritu. Y no se trata de saber al destino o la identidad del prójimo, del género sino de uno mismo, de yo. Que existo, que siento, que hago.
La próxima vez que nos agobien los enigmas del universo tratemos pues de responder empezando por nosotros mismos.
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