Está causando sorpresa que un campesino boliviano sea el más longevo del mundo al declarar que tiene 123 años. A finales de los setenta, del pasado siglo, tuvimos oportunidad de conocer otro que también vivía en las alturas, de la cordillera del Tunari, y que decía tener 120 años, aunque sus "llajtamasis" socarronamente advertían que sólo tenía 110.
Cuando le consultamos sobre su dieta y actividades, respondió que, principalmente, consumía papas, carne de llama y masticaba coca con frecuencia; en cuanto a su actividad, se lamentaba que desde hacía unos 10 años ya no podía cumplir con su obligación de bajar a pie desde "Jatun Rumi", su pueblo, hasta Quillacollo llevando su fardo de 15 o más kilos de trucha para la venta; por lo demás estaba lúcido y en actividad.
En cierta oportunidad, alrededor de una mesa bien servida, y al comentar sobre la longevidad casi normal de nuestros parientes, uno de los amigos decía: "Nosotros no vamos a vivir tanto, porque comemos mucho"; lo que no deja de ser una buena sentencia, especialmente, cuando nos hemos acostumbrado, o nos han acostumbrado, a eso que se llama "comida chatarra" y que tanta competencia le hace a la tradición gastronómica de nuestros pueblos que se caracterizaba más por la moderación y el equilibrio que la abundancia.
Así pues, el equilibrio en la dieta, el agua cordillerana o realmente potable y la masticación de la hoja de coca pueden ser buenos elementos para ser longevos y, esta última, no porque esté satanizada, que es una invitación a nuestro espíritu contreras, sino porque contiene muchos minerales y oligoelementos que están relacionados, verbigracia, con la movilización de agua pesada de las células y que influiría en la calidad de vida y, por tanto, en la longevidad; que es lo que se atribuye a su contenido de procaína.
La cuestión de fondo sería pues no cuánto se come sino de qué calidad.
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