A principios de la década de los cincuenta, del siglo pasado, un catedrático de cierta universidad preguntó a sus alumnos qué dirían si, a cambio de cierta comodidad, les exigiría el pago de miles de vidas al año; la respuesta fue un ambiente de rechazo casi total y hasta de indignación, cuando el docente les aclaró que hablaba del automóvil.
Hoy, el pago ya no se reduce a miles sino que extiende a decenas o centenas de miles en todo el mundo y, lo peor, el coche ha pasado a formar parte del estatus, del esnobismo, de la apariencia que, casi, casi, lo es todo en el mundo actual. Si nuestros abuelos se maravillaban de ir a 60 u 80 Kms/h, hoy en algunos países es obligatorio marchar a más de 100, lo que se suele imitar en nuestras tierras con irresponsables que, después, le echan la culpa a todo: al camino, a los frenos o la señalización; menos a sí mismos y a la forma en que fueron maleducados.
Hace decenas de años también que el automóvil pasó a cumplir una función, para la que no había sido creado: el de hotel; o, más exactamente, de motel que se creó, a su vez, como exigencia de las "villa cariño" de ciudades como Buenos Aires y que ofendían la sensibilidad de algunos vecinos; hoy, no es raro que se usen para la violación o el secuestro de víctimas de la delincuencia. Se cuenta que cierta niña norteamericana que preguntó a sus padres por qué sentían cierta predilección y hasta manía por un modelo "studebaker"; le contestaron que por que ahí había sido concebida.
La manía por el auto se ha extendido tanto y ha llegado a tal grado de sofisticación que incluso en historia o paleontología se dice de determinados pueblos que estaban en la barbarie porque no conocían la rueda y lo que se esconde es que la muerte por accidentes de tránsito va subiendo cada vez en el "ranking" mundial de los que están dispuestos a pagar con sangre humana algunas comodidades de la "modernidad".
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