El término fue creado por un periodista brasileño, combinando la privatización y la piratería que, juntas, nos cayeron como receta fondomonetarista.
Y, en verdad, es lo más adecuado para reflejar lo que pasa en nuestras naciones eufemísticamente llamadas subdesarrolladas, en desarrollo o, incluso, en emergencia; pero que no pasan de seguir siendo de un tratamiento colonial ante los intereses del vil metal.
Porque la privatización no sólo ponía al alcance de las transnacionales nuestros recursos naturales y mejores empresas, a precio de gallina muerta, como los mismos seguidores del recetismo admitían, sino que se convertían también en recursos especulativos para la bolsa, en reservas de materias primas y, en lo mejor, en experiencias de nuevas tecnologías para su elaboración.
Pero el acaparamiento de la ciencia y la tecnología todavía nadie ha podido vulnerarlo y está en manos de unos cuantos amantes del oro y, por mucha voluntad que tengamos, aún nuestras empresas y recursos dependen de la manipulación foránea que, indirectamente, impone sus condiciones de "suelo arrasado" o gobiernos sumisos por medio de tácticas como la de "seguridad jurídica" transferencia de "know how" o el pago de "royalties". Es lo que, en forma repetida repetida, se puede ver con nuestra experiencia respecto a la fabricación de acero en El Mutún o cuando la ONU acepta tolerar el "acullicu", "pijcheo" o "chajcheo" y prohibe la planta misma porque contiene un alcaloide ilegal, de entre sus 14 o 15 componentes. Con ese mismo criterio habría que prohibir el comercio del acero, el azufre o los minerales radiactivos porque contienen elementos usados en la industria bélica que, teóricamente, todos rechazan hipócritamente mientras apoyan incursiones invasoras como en Iraq, Afganistan, Mali o cualquier otro lugar del mundo en nombre de la paz y la concordia y mientras el recetismo de la privatería sigue minando el porvenir de muchas naciones.
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