Así como se Madame Rolland dijera: "libertad cuantos crímenes se cometen en tu nombre"; así también se puede decir de la libertad de expresión que nació al impulso de los movimientos de cambio y sustitución de la monarquía tanto en Inglaterra como en Francia. Desde entonces y gracias a la mejora de la tecnología mucha agua ha corrido entre los puentes; pero el albedrío de decir la verdad sin cortapisas, sin sofismas, sin presiones, sigue siendo un ideal por mucho que se les llene la boca de su defensa, precisamente, a quienes no tienen el menor empacho en manipular los medios de comunicación. Hay que reiterar que en un seminario virtual que auspició una conocido medio de información mundial, las conclusiones fueron más bien frustrantes: Sólo habría cierta posibilidad de independencia y efectiva libertad de expresión en un 7% de los medios y, tal vez, ni siquiera en ellos. No es pues tiempo de desgarrarse las vestiduras por la forma tendenciosa en que se maneja la información y esa diversión cada vez más chabacana a que se acude para atraer incautos.
Lo peor, es que vivimos un tiempo de sofismas donde ya nadie sabe dónde está la verdad; si en la realidad o la ficción; si hay que creer en alguien todopoderoso o en la simple y vulgar bolsa del vil metal; si debemos contentarnos con llevar algo al estómago o ver cómo otros se hartan hasta el vómito. Que hay que postular la libertad de expresión es cierto; pero defender a quienes la conculcan es absurdo y es ésto precisamente lo que está ocurriendo en el mundo entero, gracias a que también hemos perdido la fe en la historia, sea o no otra forma de manipulación.
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