Muchas veces los problemas no están ocultos sino, como se dice, en nuestras propias narices; el caso del ruido es uno de ellos y no se circunscribe a lo que cada cual determine como contaminación sino a que, como revelan algunas investigaciones, tiene que ver mucho con la inteligencia. Según los alemanes, la tolerancia o la producción de ruido está en razón inversa al coeficiente de inteligencia.
Seguramente más de una vez ante un bocinazo irresponsable la palabra: idiota, nos ha salido espontánea y naturalmente y hay que ver con que pertinencia si admitimos como cierto el estudio universitario. Lo lamentable es que cada vez el ruido se va haciendo más fuerte y más frecuente; se lo usa para vender, para hacer pasar por arte cualquier vulgaridad o para montar espectáculos donde se ofrece desde presidentes a preservativos.
Esos mismos estudios han concluido en que el ruido deprime el cerebro, especialmente, el derecho, que es donde se asienta la creatividad, la racionalidad misma porque, el izquierdo, en cierto modo es más automático y más pavloviano. La cuestión no es pues para dejar pasar la cosa sino para poner en alerta todos los sentidos ya que estamos perdiendo nuestra calidad de seres pensantes para convertirnos en esclavos de la vulgaridad, del comercio o de los explotadores de toda laya.
Si sólo por el deterioro del oído medio e interno, el ruido es ya un problema de salud pública; con mayor razón si está afectando al intelecto, a eso que, teóricamente, nos diferencia de los animales que, más inteligentes, huyen del ruido y no lo soportan.
Hay pues que rescatar no sólo el silencio sino el arte, la música en lugar del ruido; la armonía antes que el estallido de luces o sonidos; hay que rescatar el derecho del hombre a ser mejor y no objeto de esclavitud o degeneración por medio de cierta tecnología que nos seduce como progreso, cuando no es más que lo contrario.
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