Hace unos días una autoridad de la Caja Nacional de Salud, creyendo hacerlo bien, desnudó una verdad no únicamente de esa institución sino de muchas. Dijo que hay médicos malos y buenos; a lo que le replicaron, como es lógico, que es escandaloso que se permita los malos porque, de este modo, las instituciones de salud se convierten en una suerte de tómbola, donde al que le toca uno malo puede despedirse del mundo.
Y es que hace tiempo que la salud en general se juega entre quienes apuestan por ella y por quienes se decantan por el comercio. Hay algunos médicos, en verdad muy pocos, que analizan los pros y los contras de los específicos que venden los "visitadores" y no se dejan llevar por la propaganda, en que incurren los más.
Si hiciésemos caso a la propaganda sobre la ciencia y la tecnología, el progreso de la industria farmacéutica y otros sofismas que escuchamos todos los días; a estas alturas debiéramos vernos libres de enfermedades no sólo infecciosas, sino también degenerativas; pero la realidad nos muestra, de cuando en cuando, que vivimos al filo de la navaja, no sólo porque en cualquier momento puede volver una pandemia de esas que asolaron Europa especialmente sino que nuestra batería de fármacos es insuficiente y controvertida.
Aunque nos neguemos a reconocerlo vivimos un ambiente más comprometido con el comercio que la salud; donde lo que importa es el precio o el "prestigio" y no la eficiencia. Hay médicos malos y buenos, es cierto, entendiendo a tales como idóneos o incapaces, que no es lo mismo que hablar de médicos corteses y descorteses; pero el cientificismo hace que no se pueda decir nada, que el paciente, el cliente o, finalmente, la víctima, estén condenados al silencio porque decir que no tenemos los sistemas de salud que debiéramos es una herejía, en una sociedad donde el mercado manda.
Y la mejor comprobación está en la propaganda mediática donde los elixires contra la gordura, la vejez, la tersura de la piel o lo que fuera, se anuncian con la misma intensidad con que se promueve un nuevo estilo de falda o de zapatos. Y, lo peor, es que la gente cae en el ardid y así se hace moda que las mujeres, verbigracia, usen esta o aquella crema, desodorante, perfume o bálsamo de fierabras, con la misma estulticia con que los jóvenes buscan lo último en "música", adornos u otras sofisticaciones.
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