Siempre ha sido más fácil dividir que unir; la historia de la humanidad es una constante de separaciones, rencillas, desafectos, desacuerdos, que nos han puesto donde estamos: en crisis. Y no sólo económica sino política o, si se quiere más profundidad, filosófica o teológica; desde el asesinato de Abel, ha habido una seguidilla de crímenes a cual más diversos que han ido sembrando la duda, el recelo respecto al vecino o al extranjero.
Lo mismo se siembra cuando los catalanes salen a las calles para separarse de España, ¿o de la crisis como aseveran socarronamente en una caricatura argentina?, que cuando se impulsa el "regionalismo" camba, mientras los delegados de los terratenientes buscan mercenarios en Europa. Pero cuando más apuntan razones de conflicto y de subversión, porque eso es lo que finalmente se hace, es cuando aparecen dueños o privilegiados en los motines, las asonadas o las revoluciones. En el caso particular boliviano, que los ponchos de coloridos tonos se arroguen esa propiedad o que los autodenominados cooperativistas se carguen de privilegios, como los explotadores del transporte público, los trabajadores en salud, en educación, en los predios universitarios o los que cultivan coca, no es más que la muestra de cómo se sigue sembrando la discordia para que unos cuantos sigan beneficiándose del manejo artero del planeta. Este es el quid del problema: la predica del divisionismo que tiene más acogida, especialmente, entre los envidiosos, los mediocres y demás yerbas. Y es la triste historia de la humanidad; desde las doce tribus hasta las rencillas entre derechistas o izquierdistas que siembran lo mismo: el privilegio y la discriminación.
Por eso es que también ha sido y sigue siendo más arduo pregonar la unidad, la solidaridad, la fraternidad; porque el materialismo soez es más accesible.
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