Cuando recordábamos las viejas navidades y, al ver el comercio de libros, recordamos también a Víctor Hugo, cuya producción se está vendiendo bien en estos días pues aumenta la cantidad de gente que quiere conocer sus escritos. No sabemos quienes están haciendo el negocio y, seguramente, tampoco a él le importa porque se ha repetido muchas veces en la historia que se alcanza la fama sólo después de morir.
Era un tipo especial "el marginal"; cuando llegaba a esta ciudad acostumbrara decir por teléfono: "Eh, maleante, ya estoy aquí, nos vemos en tal parte dentro de tantos minutos" y había que ir a su encuentro para, luego del abrazo, espetar: ¿Dónde me vas a llevar a comer? o ¿dónde vamos a tomar unas chichas o una cervezas? Así era, vivía al día, sin preocuparse por el pasado ni por el futuro y si, alguna vez, llegaba para vender su última producción, aparte de la obligación de comprarla, había que acompañarlo a gastar lo recaudado que no guardaba nada. Y cuando en raid por los "bajos fondos" con él como cicerone, bastaba un: "es mi amigo", para tener asegurada la protección y los tragos.
Tenía varias demandas judiciales en los estrados de La Paz que sorteaba con gran indiferencia pues, como no tenía domicilio conocido, era difícil ubicarlo para las notificaciones o sus comparecencias ante el juez y, además, decía, estaba ante la justicia ordinaria, es decir, de baja calidad y no temía las reacciones de quienes pensaban que debían enjuiciarlo por difamación o calumnias pues se habían visto retratados o nombrados en algunas de las muchas páginas que escribía en hojitas sueltas de cuaderno o uno ajado que siempre llevaba consigo y que luego trasladaba a la imprenta.
Sabía que iba a morir joven y casi tenía asegurada la cuestión por su estilo de vida que no pensaba cambiar ni tenía voluntad para hacerlo, como no pensaba recurrir al "cementerio de los elefantes" que nos descubrió y que todavía debe existir; no era de los que expresaban: nunca más. Y, como él, hubieron y todavía deben haber muchos como cierto ex cantor de una prestigiosa orquesta paceña que ha hecho su vivienda, por lo menos hasta hace un tiempo, bajo los puentes de Cochabamba o un buen pintor de acuarela que murió al pie del cañón, como se suele decir.
Víctor Hugo tuvo el empeño de demostrarnos que, pese a nuestra ceguera conveniente, existe un submundo que habita junto a nosotros y que está ahí; tal vez, no a la espera de soluciones o de atención sino simplemente como un estilo de vida, de mirar las cosas y hacerse a un costado para no complicarse con la potiquería que nos ofrece el cielo y el paraíso o las preocupaciones humanas, demasiado humanas, que nos fatigan en el diario vivir.
Hoy su producción es más fácil de conocerla y donde quiera que esté debe estar escribiendo en su cuadernito doblado, con un lapiz ya gastado o un bolígrafo "decomisado" ipso facto y cuídense santos o demonios porque era particularmente iconoclasta en su modo de escribir como de portarse frente a los que tuvimos la suerte de conocerlo y compartir algunas horas con él que, como decía cierta vez en las oficinas de un diario donde trabajábamos, le estaba "dando de comer" al eventual entrevistador de los reportajes que tuvo a bien aceptar.
¿Se le puede desear paz en su tumba? ¿Alguien sabe dónde está? ¿Le importará que lo recordemos o que estén haciendo buen negocio con su producción? Cosas de la vida.
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