Con cuanta razón dijo Pilatos antes de lavarse las manos: ¿Qué es la verdad? Porque desde entonces, o desde antes, la verdad se ha confundido siempre con la mentira y nunca se sabe cuál es cuál.
Por esto es que el hombre no encuentra su destino; mientras por una parte, se le dice que es imagen y semejanza de Dios; de la otra se insiste en un materialismo digno de mejores causas, del propio materialismo, por ejemplo, porque si la cuestión viene ligada al ateísmo, no olvidemos que alguien dijo: "Gracias a Dios soy ateo" y, con ello, sí dijo una gran verdad; hay muchos ateos que creen más que algunos creyentes en la divinidad.
Pero este problema de la verdad ha afectado tremendamente el curso de la historia humana porque lo ha alejado de su propia trascendencia y lo ha hecho prisionero de una eventualidad tan corta que, en realidad, es simplemente insignificante; cuando debiera ser lo contrario si entendemos el proceso evolutivo y espiritual de cada individuo que, según varias cosmogonías, recibió antes el espíritu que el soma, lo que es mucho decir.
La cuestión pues no es tan relacionada a los dioses como uno puede imaginar sino a sí mismo, porque sólo entendiendo su propia naturaleza el hombre puede crecer y es lo que nos dicen una gran variedad de filósofos o esoteristas que no se contentan ni con la eventualidad de la mortal carne ni con el premio o castigo divino sino con su propia conciencia como parte de esa evolución que, hasta ahora, la mentira ha alejado de la verdad, de la realidad, del hombre.
Sólo cuando el hombre retome el camino de la verdad podrá seguir su curso ascendente y lejos de esa decadencia que actualmente pesa como una lacra excesiva para una misión que es preciso cumplir en la evolución cósmica. No es pues tan sencilla la lucha entre ambos extremos y el libre albedrío sirve, precisamente, para la elección de la opción correcta y no el simple disfrute de los sentidos.
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