En realidad, lo de librepensantes y no pensantes, puede reducirse a quienes se alinean como saboteadores o serviles. Los primeros aparecen así ya sea porque dicen abiertamente su crítica o porque sirven otros intereses; los otros porque no piensan ni piensan pensar y sólo sirven; así sea a la estulticia.
Entre los que se califica como saboreadores pueden estar los que, incluso, estando equivocados, dicen lo que piensan o lo que creen; mientras que los serviles sólo sirven a la corrupción, por muy morales que aparezcan.
Desde que el mundo se ha convertido en civilización se ha dado este fenómeno. Mientras los que piensan quieren salir de la ciudad; los que no, se contentan con ser consumidores, esclavos del mercado y, por lo tanto, acéfalos.
Si analizamos nuestra propia historia y la de América Latina en general nos encontraremos con que le debemos nuestra independencia más a los provincianos que a los citadinos; en tanto que nuestros males fueron acunados más por los segundos que los primeros; bastaría anteponer a los "olañeta" con los Lanza o los Chinchilla para probar este aserto pero es innecesario.
La actual controversia, por decir algo, entre los que pueden pensar y los que lo tienen prohibido, en realidad, viene de la mentalidad trotskista cuya ideología se asienta en el poco o ningún uso del cerebro y que se sustituye con eslogans, clicés o estereotipos como aquello de "fascista" a cualquiera que se oponga a ese servilismo "idiológico".
Lo curioso es que mientras se perora sobre la tiranía partidista, el servilismo incondicional o el socialismo; no logramos abandonar la economía de mercado o los vaivenes del neoliberalismo porque no existen gobiernos comunales y sus burocracias se han dedicado al ocio cerebral y de funciones.
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