Aunque parezca obvio decirlo, las guerras que hemos sufrido los latinoamericanos no han sido otras que guerras de dominación, aquellas promovidas por los intereses económicos que no eran los nuestros; desde la de la Triple Alianza, hasta la Guerra de Las Malvinas, pasando por la del Chaco y tantas otras, los habitantes al sur del río Bravo no hemos sido más que víctimas; los que ponían el pecho y la sangre a los que pagaban a los generales y coroneles que estaban detrás del guano, el salitre, el petróleo, la goma, el gas o la simple intención de preservar sitios geoestratégicos y, aunque usted no lo crea, sigue todavía así, detrás de supuestas posiciones ideológicas que, en verdad, no son sino nuevas formas de servilismo; sean de la derecha o la izquierda.
Por eso es que la tarea de la unidad subcontinental, latinoamericana, no es fácil y, por el contrario, tiene muchos enemigos no únicamente entre aquellos que no les conviene sino entre los propios connacionales que, algunas veces, prefieren ser cerdo satisfecho que hombre luchador y por lo que la dependencia ha escrito páginas tan negras en nuestra historia.
Lo que siempre nos ha faltado es confianza, autoafirmación, fortaleza para defender lo nuestro, empezando por nuestros ancestros y terminando por nuestra visión del mundo y del cosmos. El prejuicio de la superioridad de los bárbaros conquistadores ha hecho un trabajo fructífero pese a la superior evolución de los autóctonos y continúa haciendo su trabajo, aunque nos creamos intelectuales leídos, escribidos y modernos.
En América Latina, como alguien lo dijera, todavía todo está por hacerse y hay que actuar en consecuencia sin dejarse llevar por sofismas y eufemismos que, las más de las veces, nos hacen más daño que las balas o los cañones.
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